nuestro país se incorporó en cierto grado sólo a partir de mediados de la década de
los sesenta) las clases populares del mundo industrializado podían mirar con
serenidad y esperanza el futuro, considerando su situación de entonces como un
estar inmersos en un proceso de prosperidad material ininterrumpido y un
constante avanzar hacia metas sociales y económicas cada vez más justas.
En la base de esa confianza y esa seguridad experimentada por los pueblos estaba
la intuición de que, por fin, la humanidad había llegado a un alto grado de
desarrollo cultural y científico que permitiría, en lo sucesivo, conjurar los eternos
azotes de nuestra especie: el hambre, la enfermedad, la guerra... Estaba también el
optimismo de saber que se dominaban asimismo las leyes económicas, y que sería
posible avanzar en el terreno de la justicia distributiva según los postulados de los
teóricos más progresistas de la intelectualidad mundial. En efecto, las teorías de
Marx, Engels y otros maestros de la Economía política eran estudiadas no sólo en
las Universidades del bloque socialista sino también en los más prestigiosos
centros universitarios y culturales de Occidente.
Acechaban algunas frustraciones. El avance científico-técnico trajo una
problemática desconocida anteriormente: se Ilegó a poner en peligro el equilibrio
ecológico del planeta. El fracaso económico de los regímenes comunistas no se
debió a causas imputables a Marx y sus teorías, sino más bien a una errónea
aplicación de su método. Pero los enemigos del progreso social sabrían aprovechar
ese fiasco para desacreditar toda teoría progresista y revolucionaria y cerrar bajo
siete llaves el sepulcro de Marx. Todos los esfuerzos de la superestructura
ideológica del sistema capitalista se dirigieron a demostrar que ya no eran válidas
las teorías marxistas. El «fin de la historia» que nos recetaban esos centros del
poder mundial contemplaban un «nuevo orden» en el que no hubiese ningún lugar
para intentos de transformación social como los preconizados por el marxismo.
Y sobre todo, se planificó una liquidación -no por lenta menos real- del «Estado
del bienestar», es decir, de las conquistas sociales que hacían que la situación de
los trabajadores del mundo capitalista tuviese un cierto contenido y color socia-
lista. Después de todo, con esa «sociedad del bienestar» se pretendía colmar
algunas de las aspiraciones históricas de los trabajadores para que éstos no se
sintiesen impulsados a realizar una transformación socialista de la economía y del
sistema productivo. Hablando claro, se trataba, por parte del capitalismo inter-
nacional, de evitar el avance de la revolución social consintiendo algunos de los
logros que tal revolución aportaría. Pero cuando desapareció del horizonte el
peligro revolucionario, las clases dominantes que nunca habían perdido el control
económico del proceso productivo tuvieron y tienen oportunidad de incrementar su
tasa de beneficios suprimiendo los servicios estatales de beneficencia. En Francia
se intenta materializar esa ofensiva antisocial por medio del llamado plan Juppe.
En España, donde ya se llevó a cabo una serie de reformas con muy mala leche, no